Más allá del sexo y el género.

La carne no es metafísica. La carne es historia y cultura. De manera que hay una historia política y material de la carne. Es en esa historia de tensiones y asimetrías, donde el cuerpo del macho fue el cuerpo de la especie hombre. El sometimiento autorizó la nihilización de la subjetividad femenina y la violación de su devaluado cuerpo.

Pero, para una ética erótica, la reescritura histórica tiene que partir de la reconfiguración ontológica de una especie llamada animal humano. En esa reescritura de la historia la carne, la piel, el cuerpo, la pasión, cobran una espesura antropológica diferente. Lejos de la metafísica, la carne es historia y cultura criticada desde el hedonismo, desde la indiferenciación del placer. Ni sexo ni género: sólo carne abierta a la aptitud del goce consentido, del goce convenido, del goce pactado, del goce ético. No hay ética en la negación de la animalidad cultural que nos constituye: la ética supone el ejercicio de la animalidad moral, animalidad a la que está condenada el animal artificial. Por eso no es la abstinencia, la autoflagelación, la neurosis la génesis de la moralidad humana, sino que la ella brota de la carne entregada a las múltiples formas de la pasión. La ética erótica es libertaria, es decir está desfondada o descalzada, no tiene un garante trascendente. La garantía es la perecedera carne, es la inmanencia de la vida, es la búsqueda amorosa de un goce que rechaza toda manifestación violenta y se levanta sobre el consentimiento mutuo.

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